Era una mañana de primavera
y muchos aromas había en el ambiente
cuando al sonar la hora primera
tocó a la puerta mi primer paciente.
Una pobre mujer desesperada
con un niño en brazos me miró de fijo
y suplicó con palabra entrecortada:
“doctor, doctor, salve a mi hijo”.
Un tierno retoño de cara angelical
posaba en su regazo inconsciente
denotando al parecer un grave mal
que atacó su organismo de repente.
Examiné a la criatura con paciencia
como un experto jardinero a su huerto,
pero nada podía hacer mi ciencia
porque aquel niño ya estaba muerto.
Un nudo forjose en mi garganta
deteniendo el sonido de mi voz,
su tragedia adivinó aquella santa
y en silencio compartimos el dolor los dos.
Hoy, al recordar aquella madre y a su hijo
que inútilmente mi ciencia atendiera
de hinojos oré ante el crucifijo,
y lloré, sin que nadie me viera…
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