A las doce de la noche, por las
puertas de la gloria
y al fulgor de perla y oro de una luz
extraterrestre,
sale en hombros de cuatro ángeles, y
en su silla gestatoria,
San Silvestre.
Más hermoso que un rey mago, lleva
puesta la tiara,
de que son bellos diamantes Sirio,
Arturo y Orión;
y el anillo de su diestra hecho cual
si fuese para
Salomón.
Sus pies cubren los joyeles de la Osa
adamantina,
y su capa raras piedras de una
ilustre Visapur;
y colgada sobre el pecho resplandece
la divina
Cruz del Sur.
Va el pontífice hacia Oriente; ¿va a
encontrar el áureo barco
donde al brillo de la aurora viene en
triunfo el rey Enero?
Ya la aljaba de Diciembre se fue toda
por el arco
del Arquero.
A la orilla del abismo misterioso de
lo Eterno
el inmenso Sagitario no se cansa de
flechar;
le sustenta el frío Polo, lo corona
el blanco Invierno
y le cubre los riñones el vellón azul
del mar.
Cada flecha que dispara, cada flecha
es una hora;
doce aljabas cada año para él trae el
rey Enero;
en la sombra se destaca la figura
vencedora
del Arquero.
Al redor de la figura del gigante se
oye el vuelo
misterioso y fugitivo de las almas que
se van,
y el ruido con que pasa por la bóveda
del cielo
con sus alas membranosas el
murciélago Satán.
San Silvestre, bajo el palio de un
zodíaco de virtudes,
del celeste Vaticano se detiene en
los umbrales
mientras himnos y motetes canta un
coro de laúdes
inmortales.
Reza el santo y pontifica y al mirar
que viene el barco
donde en triunfo llega Enero,
ante Dios bendice al mundo y su brazo
abarca el arco
y el Arquero.