La
Reina: Terminó ya la asamblea, y todos mis servidores se han ido.
¿Por qué
vienes tan tarde?
El servidor: Mi hora llega cuando la de los demás ha pasado.
Dime qué trabajo ordenas al último de tus servidores.
La Reina: ¿Qué puedo
ordenarte, si es tan tarde
El servidor: Hazme jardinero de tu jardín.
La Reina:
¿Qué locura es ésta?
El servidor: Renunciaré a cualquier otra tarea, abandonaré
al polvo mis lanzas y mis espadas. No me envíes a lejanas cortes. No me pidas
nuevas conquistas: hazme jardinero de tu jardín.
La Reina: ¿Y en qué consistirá
tu servicio?
El servidor: En llenar tus ocios. Conservaré fresca la hierba del
sendero por donde vas cada mañana y donde, a cada paso tuyo, las flores deseosas
de morir bendicen el pie que las pisa. Te meceré entre las ramas del saptaparna
mientras la luna, apenas levantada en la noche, intentará besar tu vestido a
través de las hojas. Llenaré con aceite perfumado la lámpara que arde junto a
tu lecho y adornaré tu escabel con maravillosas pinturas de azafrán y sándalo.
La Reina: ¿Y cuál será tu recompensa?
El servidor: Que me des permiso para
tener entre mis manos tus pequeños puños, que parecen capullos de loto, y para
rodear tus brazos con cadenas de flores; que pueda teñir las plantas de tus
pies con el zumo encarnado de los pétalos de ashoka, y recoger, con un beso, la
mota de polvo que pueda posarse en ellos.
La Reina: Tus ruegos han sido
escuchados. Serás el jardinero de mi jardín.
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