De la más fragante
Rosa
nació la Abeja más
bella,
a quien el limpio
rocío
dió purísima materia.
Nace, pues, y apenas
nace,
cuando en la misma
moneda,
lo que en perlas
recibió,
empieza a pagar en
perlas.
Que llore el Alba, no
es mucho,
que es costumbre en
su belleza;
más quién hay que no
se admire
de que el Sol
lágrimas vierta?
Si es por fecundar la
Rosa,
es ociosa diligencia,
pues no es menester
rocío
después de nacer la
Abeja;
y más, cuando en la
clausura
de su virginal
pureza,
ni antecedente haber
pudo
ni puede haber quien
suceda.
Pues a ¿qué fin es el
llanto
que dulcemente le
riega?
Quien no puede dar
más Fruto,
¿qué importa que
estéril sea?
Más ¡ay! que la Abeja
tiene
tan íntima
dependencia
siempre con la Rosa,
que
depende su vida de
ella;
pues dándole el
néctar puro
que sus fragancias
engendran,
no sólo antes la
concibe,
pero después la
alimenta.
Hijo y madre, en tan
divinas
peregrinas
competencias,
ninguno queda deudor
y ambos obligados
quedan.
La Abeja paga el
rocío
de que la Rosa la
engendra,
y ella vuelve a
retornarle
con lo mismo que la
alienta.
Ayudando el uno al
otro
con mutua
correspondencia,
la Abeja a la Flor
fecunda,
y ella a la Abeja
sustenta.
Pues si por eso es el
llanto,
llore Jesús,
norabuena,
que lo que expende en
rocío
cobrará después en
néctar.
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