(Para David Vallenilla, el valiente escudero y todos nuestros guerreros)
No pudo salvarlo,
el escudero.
Corrió rápido, con
su escudo de
cartón y sueños y
saltó ante David,
un segundo
demasiado tarde.
No eran realmente
amigos,
como, ya sabes, de
la escuela
o los scouts o
vecinos de toda la vida.
Eran más bien
familia, a lo
Enrique V, en
donde todo aquel
que derrama su
sangre conmigo
es mi hermano, en
el día de San Crispín.
Saltó con todas
sus fuerzas, el escudero,
pero la bala,
disparada con odio,
encontró su paso
al cuello de David.
“No te mueras,
chamo”, rogó el escudero,
mientras lo
arrastraba fuera del peligro.
Pero igual lo
hizo.
David murió en esa
calle que fue
campo de batalla,
o su campo santo.
David no tenía más
arma que su juventud,
su ingenuidad y
quizás una piedra.
Eso y su hambre de
libertad.
Demasiada amenaza
para el guardia nacional,
que jaló el
gatillo y dejó a la bala volar.
Algunos compañeros
de lucha se
llevaron el
cuerpo.
Pero no el
escudero.
El escudero que
atrás,
se sentó en la
acera.
Y entonces el niño
guerrero
comenzó a llorar.